El germen de una semilla es casi invisible a simple vista,
sin embargo es la parte más importante de la planta, pero también la más
delicada. Esta es precisamente la imagen
empleada por el profeta Zacarías para hablar del Mesías que debía venir: “El
varón cuyo nombre es el Renuevo” (6:12).
Este lenguaje
simbólico, típico de los profetas, subraya bien la humildad en la que Jesús
vino: su nacimiento en el seno de una familia pobre, la fragilidad de un niño
acostado en un pesebre, toda su vida en la precariedad, su contacto con los más
pobres y los excluidos y, por último, su muerte en una cruz entre dos
malhechores.
El Señor Jesús se compara al grano de trigo que muere y
lleva mucho fruto (Juan 12:24). El
germen del grano es su vida, pero el grano desaparece y sólo el germen se
desarrolla, imagen elocuente de la muerte y de la resurrección: la vida sale de
la muerte.
Jesús, quien nació en
Belén en la condición más humilde, llegó al punto de dar su vida por nosotros,
y quiere transmitirnos esa vida que salió de su muerte.
Aquel que acepta a Jesús como su Salvador recibe la vida
eterna, según las declaraciones de la Palabra de Dios: “El que cree en el Hijo
tiene vida eterna” (Juan 3:36). “El que
tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida”
(1 Juan 5:12).
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