lunes, 12 de agosto de 2013

“Haré volver al redil la descarriada” (Ezequiel 34:16)



El que confía en su propio corazón es necio.
Proverbios 28:26


Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga.
1 Corintios 10:12


Si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo.
1 Juan 2:1

El apóstol Pedro había servido fielmente a su Maestro durante unos años. Lleno de una confianza ciega en su propia fidelidad, afirmó que estaba dispuesto a ir con Jesús no sólo a la cárcel, sino también a la muerte (Lucas 22:33). Cuando Jesús fue detenido y llevado para ser juzgado en la casa del sumo sacerdote, Pedro le siguió “de lejos”. Se sentó cerca del fuego en compañía de los enemigos de Jesús. Allí, acusado por una criada, llegó a decir que no conocía a ese hombre; así negó tres veces a su Maestro y Señor.
Pero Jesús, que ya había orado por Pedro, dirigió su mirada de amor hacia él. Esa mirada destrozó el corazón de Pedro, quien salió llorando. Eran lágrimas amargas, pero preciosas para Dios. Algunas horas después Jesús fue crucificado. Dio su vida por los suyos; su cuerpo sin vida fue colocado en una tumba, y tres días después resucitó. Se le apareció a Pedro varias veces; y este abatido discípulo volvió a recobrar una relación de confianza con el Señor. Jesús le confió su rebaño (Juan 21:15-19).
La falta de Pedro nos muestra que incluso un creyente que vive cerca del Señor lo necesita a cada instante para ser guardado de dar un mal paso. Estemos atentos a las advertencias del Señor y a la relación que establezcamos con una u otra persona, y mantengamos siempre ese contacto con el Señor para que no nos alejemos de él.

© Editorial La Buena Semilla, 1166 PERROY (Suiza)

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