Cristo Jesús... se despojó a sí mismo, tomando forma
de siervo, hecho semejante a los hombres... se humilló a sí mismo,
haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.
Filipenses 2:5-8
¿Cuál es el remedio divino para la envidia, el
orgullo, el egoísmo y, en una palabra, el «yo» bajo todas sus formas
detestables? El texto de la Biblia citado hoy nos da la respuesta:
seguir las pisadas de Jesucristo, el Hijo de Dios. En Jesús, Dios vino a
vivir entre los hombres. Vino en forma de hombre, pero fue un hombre
perfecto en cuanto a su abnegación, humildad y obediencia a la voluntad
divina: “Se despojó a sí mismo”.
Sin embargo era aquel que dominaba todo el universo. La majestad divina le pertenecía. Por medio de él todas las cosas habían sido creadas y subsistían. Así fue el Dios que vino al mundo tomando la forma de un hombre pobre, de un siervo. Los zorros tienen guaridas y los pájaros nidos, pero él, su Creador, no tuvo casa, ni un lugar “dónde recostar su cabeza” (Lucas 9:58).
No dejó de buscar el bien de los hombres, trabajó por ellos, lloró con ellos y les enseñó. No hizo nada para su beneficio personal. Toda su vida fue un total renunciamiento. Se humilló hasta tomar el último lugar entre los hombres, y murió “por nuestros pecados”, cumpliendo así las Escrituras que daban testimonio por adelantado de él mismo (Lucas 24:27). Fue despreciado, humillado hasta el final, pero siempre hizo la voluntad de su Dios.
Leamos los evangelios para verlo vivir, escucharlo hablar y recibirlo como Salvador. Solo entonces podremos seguirlo y ser transformados a su semejanza (2 Corintios 3:18).
Sin embargo era aquel que dominaba todo el universo. La majestad divina le pertenecía. Por medio de él todas las cosas habían sido creadas y subsistían. Así fue el Dios que vino al mundo tomando la forma de un hombre pobre, de un siervo. Los zorros tienen guaridas y los pájaros nidos, pero él, su Creador, no tuvo casa, ni un lugar “dónde recostar su cabeza” (Lucas 9:58).
No dejó de buscar el bien de los hombres, trabajó por ellos, lloró con ellos y les enseñó. No hizo nada para su beneficio personal. Toda su vida fue un total renunciamiento. Se humilló hasta tomar el último lugar entre los hombres, y murió “por nuestros pecados”, cumpliendo así las Escrituras que daban testimonio por adelantado de él mismo (Lucas 24:27). Fue despreciado, humillado hasta el final, pero siempre hizo la voluntad de su Dios.
Leamos los evangelios para verlo vivir, escucharlo hablar y recibirlo como Salvador. Solo entonces podremos seguirlo y ser transformados a su semejanza (2 Corintios 3:18).
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