Aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros
(y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de
gracia y de verdad.
Juan 1:14
El versículo de hoy es el centro de la fe cristiana: Dios se hizo hombre.
Contiene una verdad sorprendente y maravillosa. Este Verbo es el Señor
Jesús, el Cristo. ¿Por qué es designado como “el Verbo” (o la Palabra)?
Porque por medio de Jesucristo, Dios nos habló. Este lenguaje de Dios
pudo escucharse, fue un lenguaje «verbal». Cristo expresó los
pensamientos de Dios y fue “la imagen del Dios invisible” (Colosenses
1:15). Desde “el principio estaba con Dios (Juan 1:2).
“Aquel Verbo fue hecho carne”. Es un milagro que sobrepasa nuestra inteligencia. Nosotros no nos volvemos carne: somos carne. Pero Aquel que es la Palabra se hizo carne al nacer de una virgen. Nadie más ha existido sin ser antes concebido, pero Cristo, quien existía desde la eternidad, tomó el cuerpo que Dios le había preparado en el seno de María. Es un misterio que nos es revelado: “Indiscutiblemente, grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne” (1 Timoteo 3:16).
¿Era realmente un hombre? Sí, pues “habitó entre nosotros”, y los discípulos tuvieron el privilegio de contemplar su humanidad y su gloria, una “gloria como del unigénito del Padre”. Escondida bajo el manto de su humanidad, esta gloria resplandece con tal brillo que conduce a sus discípulos a persuadirse de que Jesús es mucho más que un hombre. Es el Hijo unigénito de Dios, digno de todo honor. ¿Cómo es posible que el Dios eterno haya podido encarnarse en un hombre? Sin comprenderlo, el cristiano agradece y adora, diciendo: “¡Señor mío, y Dios mío!” (Juan 20:28).
“Aquel Verbo fue hecho carne”. Es un milagro que sobrepasa nuestra inteligencia. Nosotros no nos volvemos carne: somos carne. Pero Aquel que es la Palabra se hizo carne al nacer de una virgen. Nadie más ha existido sin ser antes concebido, pero Cristo, quien existía desde la eternidad, tomó el cuerpo que Dios le había preparado en el seno de María. Es un misterio que nos es revelado: “Indiscutiblemente, grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne” (1 Timoteo 3:16).
¿Era realmente un hombre? Sí, pues “habitó entre nosotros”, y los discípulos tuvieron el privilegio de contemplar su humanidad y su gloria, una “gloria como del unigénito del Padre”. Escondida bajo el manto de su humanidad, esta gloria resplandece con tal brillo que conduce a sus discípulos a persuadirse de que Jesús es mucho más que un hombre. Es el Hijo unigénito de Dios, digno de todo honor. ¿Cómo es posible que el Dios eterno haya podido encarnarse en un hombre? Sin comprenderlo, el cristiano agradece y adora, diciendo: “¡Señor mío, y Dios mío!” (Juan 20:28).
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