La Biblia finaliza con una solemne advertencia a todo aquel
que añada o quite algo a las palabras de este libro (Apocalipsis 22:18-19). No
nos es permitido alterar su sentido para satisfacer nuestros propios
sentimientos o razonamientos.
Una verdad que
molesta a mucha gente es lo que sucede con el alma después de la muerte. La
Escritura es muy clara respecto a este asunto: el alma del creyente va a Jesús
y goza de la felicidad de estar en su presencia. Espera la resurrección del
cuerpo para experimentar una felicidad aún mayor y eterna (Filipenses 1:23).
Contrariamente, el alma del incrédulo va lejos de Dios y experimenta el
tormento (Lucas 16:19-31) mientras espera la resurrección del cuerpo, el juicio
que le seguirá y la justa condenación en los tormentos eternos.
La Palabra de Dios es categórica: hoy,
mientras vivimos en la tierra, es el día de salvación. El mañana no nos
pertenece. “El Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar
pecados” (Mateo 9:6). Después de la muerte no hay salvación posible; el
evangelio de Lucas nos lo confirma: existe un gran abismo entre el lugar donde
están los creyentes y el lugar donde se hallan, lejos de Dios, los que no
creyeron (Lucas 16:26).
Dios nos dice
además: “Os he puesto delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición;
escoge, pues, la vida, para que vivas” (Deuteronomio 30:19).
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