Amados, ahora somos hijos de Dios.
1 Juan 3:2
Habéis
recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!
El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos
de Dios.
Romanos 8:15-16
Una señora estaba esperando a su marido a la
salida del trabajo. Al lado de ella un niño de más o menos un año
dormitaba en su coche. Los empleados salieron, una oleada de
desconocidos desfiló ante el niño. Pero de repente su rostro se iluminó.
Empezó a agitarse y tendió los brazos hacia alguien que acababa de
llegar. Como respuesta a esta petición silenciosa pero tan clara, el
recién llegado se inclinó hacia el niño y lo tomó en sus brazos.
¿Fue necesario que alguien hiciera grandes discursos a este niño para mostrarle quién era su padre? ¿Alguien le había dictado la actitud apropiada? ¡Por supuesto que no! Pero su impulso espontáneo muestra que conocía a su papá, aunque ignorase completamente sus ocupaciones. Su filiación es tan real ahora como dentro de algunos años, cuando pueda hablar y comprender. Es hijo, de pleno derecho, desde su nacimiento.
Lo mismo sucede con un creyente que empieza su vida cristiana. El apóstol Juan se dirige a los niños en la fe con estas palabras tranquilizadoras: “Hijitos... habéis conocido al Padre” (1 Juan 2:13).
Un creyente recién convertido se halla en este estado. Quizá no sabe hablar: sus oraciones todavía son muy imprecisas. Tiene mucho que aprender, pero el Espíritu de Dios le comunica este nuevo conocimiento de Dios como Padre. Desde su nuevo nacimiento es hijo de Dios con pleno derecho, privilegio infinitamente grato que le pertenece personalmente.
¿Fue necesario que alguien hiciera grandes discursos a este niño para mostrarle quién era su padre? ¿Alguien le había dictado la actitud apropiada? ¡Por supuesto que no! Pero su impulso espontáneo muestra que conocía a su papá, aunque ignorase completamente sus ocupaciones. Su filiación es tan real ahora como dentro de algunos años, cuando pueda hablar y comprender. Es hijo, de pleno derecho, desde su nacimiento.
Lo mismo sucede con un creyente que empieza su vida cristiana. El apóstol Juan se dirige a los niños en la fe con estas palabras tranquilizadoras: “Hijitos... habéis conocido al Padre” (1 Juan 2:13).
Un creyente recién convertido se halla en este estado. Quizá no sabe hablar: sus oraciones todavía son muy imprecisas. Tiene mucho que aprender, pero el Espíritu de Dios le comunica este nuevo conocimiento de Dios como Padre. Desde su nuevo nacimiento es hijo de Dios con pleno derecho, privilegio infinitamente grato que le pertenece personalmente.
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